"Señoras y Señores:
Uno de los primeros cuadros que yo vi en la puerta de mi
adolescencia, cuando sostenía ese dramático diálogo del bozo naciente con el
espejo familiar, fue un cuadro de María. Cuatro bañistas y un fauno. La energía
del color puesto con la espátula, la trabazón de las materias y el desenfado de
la composición me hicieron pensar en una María alta, vestida de rojo, opulenta
y tiernamente cursi como una amazona. Los muchachos llevan un carnet blanco, que no abren más que a la
luz de la luna, donde apuntan los nombres de las mujeres que no conocen para
llevarlas a una alcoba de musgos y caracoles iluminados, siempre en lo alto de
las torres. Esto lo cuenta Wedekind muy bien y toda la gran poesía lunar de
Juan Ramón está llena de estas mujeres que se asoman como locas a los balcones
y dan a los muchachos que se acercan a ellas una bebida amarguísima de tuétano
de cicuta.
Ninfas encadenando a Sileno (1910), de Blanchard, que impresionó a Lorca. |
Cuando yo saqué mi cuartilla para apuntar el nombre de María y el
nombre de su caballo me dijeron: "es jorobada". Quien ha vivido como yo y en aquella época en una ciudad tan
bárbara bajo el punto de vista social como Granada, cree que las mujeres o son
imposibles o son tontas. Un miedo frenético a lo sexual y un terror al
"que dirán" convertían a las muchachas en autómatas paseantes, bajo
las miradas de esas mamás fondonas que llevaban zapatos de hombre y unos
pelitos en el lado de la barba.
Pero María se cayó por la escalera y quedó con la espalda combada
expuesta al chiste, expuesta al muñeco de papel colgado de un hilo, expuesta a
los billetes de lotería. ¿Quién la empujó? Desde luego la empujaron; "alguien",
Dios, el demonio, alguien ansioso de contemplar a través de pobres vidrios de
carne la perfección de un alma hermosa.
María Blanchard viene de una familia fantástica. El padre un
caballero montañés, la madre una señora refinada; de tanta fantasía que casi
era prestidigitadora. Cuando anciana iban unos niños amigos míos a hacerle
compañía y ella, tendida en su lecho, sacaba uvas, peras y gorriones de debajo
de la almohada. No encontraba nunca las llaves y todos los días tenía que
buscarlas y las hallaba en los sitos más raros, por debajo de las camas o
dentro de la boca del perro. El padre montaba a caballo y casi siempre volvía
sin él, porque el caballo se había dormido y le daba lástima el despertarlo.
Organizaba grandes cacerías sin escopetas y se le borraba con frecuencia el nombre
de su mujer. En esta distracción y este dejar correr el agua, María Gutiérrez
se iba volviendo cada vez más pequeña, una mano le tiraba de los pies y le iba
hundiendo la cabeza en su cuerpo como un tubo de "Don Nicanor que toca el
tambor".
En este tiempo que corresponde a la apoteosis final de Rubén, vi
yo el único retrato de María que he visto, y era una criatura triste, no sé de
quién, en la que está al lado de Diego Rivera el pintor mexicano, verdadera
antítesis de María, artista sensual que ahora, mientras que ella sube al cielo,
él pinta de oro y besa el ombligo terrible de Plutarco Elías Calles.
En la época en que María vive en Madrid y cobija en su casa a todo
el mundo, a un ruso, a un chino, a quien llame a la puerta, presa ya de este
delicado delirio místico que ha coronado con camelias frías de Zurbarán su
tránsito en París.
La lucha de María Blanchard fue dura, áspera, pinchosa, como rama
de encina, y sin embargo no fue nunca una resentida, sino todo lo contrario,
dulce, piadosa, y virgen.
Aguantaba la lluvia de risa que causaba, sin querer, su cuerpo de
bufón de ópera, y la risa que causaban sus primeras exposiciones, con la misma
serenidad que aquel otro gran pintor, Barradas, muerto y ángel, a quien la
gente rompía sus cuadros y él contestaba con un silencio recóndito de trébol o
de criatura perseguida.
Aguantaba a sus amigos con capacidad de enfermera, al ruso que
hablaba de coches de oro, o contaba esmeraldas sobre la nieve, o al gigantón
Diego Rivera que creía que las personas y las cosas eran arañas que venían a
comerlo, y arrojaba sus botas contra las bombillas y quebraba todos los días el
espejo del lavabo.
Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana,
tan sola, que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas
mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor.
La Primera Comunión (1923, réplica de una obra de 1914) |
Y a medida que avanzaba el tiempo, su alma se iba purificando y
sus actos adquiriendo mayor trascendencia y responsabilidad. Su pintura llevaba
el mismo camino magistral, desde el cuadro famoso de "La primera
comunión" hasta sus últimos niños y maternidades, pero atormentada por una
moral superior daba sus cuadros por la mitad del precio que le ofrecían, y
luego ella misma componía sus zapatos con una bella humildad.
Maternidad (1925) |
La vida y pasión de Cristo fue tomando luz en su vida y, como el
gran Falla, buscó en ella norma, dogma y consuelo. No con beatería, sino con
obras, con grave dolor, con claridad, con inteligencia. Lo más español de María
Blanchard es esta busca y captura de Cristo, Dios y varón realísimo; no al modo
de la fantástica Catalina de Siena que se llega a casar con el niño Jesús y en
vez de anillos se cambian corazones, sino de un modo seco, tierra pura y cal
viva, sin el menor asomo de ángeles o milagro. Su cintura monstruosa no ha recibido más caricia que la de ese
brazo muerto y chorreando sangre fresca, recién desclavado de la cruz.
Ese mismo brazo fue el que, lleno de amor, la empujó por la
escalera para tenerla de novia y deleite suyo, y esa misma mano la ha socorrido
en el terrible parto, en que la gran paloma de su alma apenas si podía salir
por su boca sumida. No cuento esto para que meditéis su verdad o su mentira,
pero los mitos crean al mundo, y el mar estaría sordo sin Neptuno y las olas
deben la mitad de su gracia a la invención humana de la Venus.
Querida María Blanchard: dos puntos... dos puntos, un mundo, la
almohada oscurísima donde descansa tu cabeza...
La lucha del ángel y el demonio estaba expresada de manera
matemática en tu cuerpo. Si los niños te vieran de espaldas exclamarían: "¡la bruja,
ahí va la bruja!". Si un muchacho ve tu cabeza asomada sola en una de esas
diminutas ventanas de Castilla exclamaría: "¡el hada, mirad el
hada!". Bruja y hada, fuiste ejemplo respetable del llanto y claridad
espiritual. Todos te elogian ahora, elogian tu obra los críticos y tu vida tus
amigos. Yo quiero ser galante contigo en el doble sentido de hombre y de poeta,
y quisiera decir en esta pequeña elegía, algo muy antiguo, algo, como la
palabra serenata, aunque naturalmente sin ironía, ni esa frase que usan los
falsos nuevos de "estar de vuelta". No. Con toda sinceridad. Te he
llamado jorobada constantemente y no he dicho nada de tus hermosos ojos, que se
llenaban de lágrimas, con el mismo ritmo que sube el mercurio por el
termómetro, ni he hablado de tus manos magistrales. Pero hablo de tu cabellera
y la elogio, y digo aquí que tenías una mata de pelo tan generosa y tan bella
que quería cubrir tu cuerpo, como la palmera cubrió al niño que tú amabas en la
huída a Egipto. Porque eras jorobada, ¿y qué? Los hombres entienden poco las
cosas y yo te digo, María Blanchard, como amigo de tu sombra, que tú tenías la
mata de pelo más hermosa que ha habido en España.*"
Federico García Lorca,
discurso en el Ateneo de Madrid, 1932
*En todos los retratos que he visto, tanto fotográficos como pictóricos, Blanchard llevaba el pelo corto...quizás Lorca mantuviera una imagen mucho más joven de la pintora.
Si ustedes no conocían a esta pintora, espero que el sentido texto haya despertado su curiosidad ;)
A María Blanchard, única representante verdadera del género en la Escuela Española de París.
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