Para intentar responder a esta pregunta, que parece ser el estilema
(más que el dilema) que ronda estos últimos años por las cabezas de guionistas
(especialmente, de televisión), literatos e incluso diseñadores de moda, y en
definitiva, de cualquier programador de la cultura de masas, he elegido tres
ejemplos.
Tres ejemplos, muy separados en el tiempo, que comparten una
serie de rasgos: hablan sobre el mundo del cine, y aclamadas en su momento,
representaron, su inusual elección estética las dotó de una condición de rara
avis, a la que deben, indudablemente, su fama. Podría hablarles de muchas otras pero mi elección es clara: “El
Crepúsculo de los Dioses” (1950), de Billy Wilder, “Ed Wood” (1994), de Tim
Burton, y, “The Artist” (2011), de Michel Hazanavicius.
“El Crepúsculo de los Dioses”, nombre en España de Sunset
Boulevard (mucho más apocalíptico que el original, y que evita la referencia real) habla, en
clave de cine negro, de cómo el cine cambió radicalmente tras la llegada del
sonido. No nos hablará del proceso, como hace “The Artist”, sino de sus consecuencias. De una crueldad tragicómica, me cuesta comprender
cómo, y porqué, algunos actores aceptaron representarse a sí mismos, con todos
sus estilemas y penurias: una gran estrella de cine mudo cuyas maneras no
pudieron mantenerla en el estrellato que ella había convertido en una forma de
vida, que es Gloria Swanson (aunque en la película se llame Norma Desmond), uno
de los más grandes, y singulares directores de Hollywood, venido a menos (el
siempre tremebundo Erich Von Stroheim), directores de películas colosales (Cecil
B. de Mille, haciendo de sí mismo), y actores olvidados, que incluso en privado
son de pocas palabras (Busten Keaton, también interpretándose a sí mismo, en el
que posiblemente sea el cameo más desesperanzador del film). Y William Holden
(que es muy correcto, pero aún no era lo suficientemente famoso como para
representarse a sí mismo). El verdadero tema de la película es el drama de
Norma Desmond, su nostalgia infinita y ficticia (completamente construida), un fracaso que se convierte en
un vórtice y arrastra a todo su mundo hasta la perdición.
Rodada en blanco y negro bastantes años después de las grandes
obras del tecnicolor, esta opción (más estética que económica) conecta, por una
parte, con el tono fatalista del film (el cine negro no podía ser sino en este
color, y recordemos que esta película, este tragicómico drama, comienza con una
muerte), pero por otra con aquel mundo estético y cerrado, con aquella película
que Norma ve una y otra vez en su propia mansión (que no es otra que “La Reina
Kelly”, de Stroheim y Swanson, de Max y Norma), con aquella vampírica Salomé
(porque vampírica es Norma) que interpreta hasta el final. Posiblemente, nos
encontremos ante la mejor actuación de Swanson, que tan de sí misma hace (¿o
no?), y sin duda, ante la más humana de Stroheim.
Tanto Sunset Boulevard como The Artist nos hablan de la
fugacidad, y si se quiere, de la futilidad, de la fama, una fama que era
universal y qué movía el mundo, un mundo en el que, imitando a las estrellas de
cine, las mujeres se teñían el pelo hasta que se les caía, o los matrimonios se
compraban camas separadas porque “era más moderno”*); quizás fuera Sunset
Boulevard aquella película que quitara, ya en 1950, el brillo esplendoroso de
la aureola hollywoodiense, de mundo glamuroso y perfecto, lleno de “figuras de
cera”. ¿Pretende The Artist devolverle esa aureola?
The Artist consiste en las historias cruzadas de dos
personas: la caída de George Valentin, posiblemente el más famoso actor de cine mudo, y el
encumbramiento de Peppy Miller, una casual y desenvuelta aspirante a actriz. Su
relación será completamente opuesta a la que ya vieron en Sunset Boulevard.
Su atractivo mayor, o al menos así se nos vendió, era ser
una película “íntegramente muda” (si quitara las comillas les mentiría, y si
las explicase les arruinaría unas sorpresas), rodada además en blanco y negro. Ni
en una cosa ni en la otra resulta un hito (recordemos “Les Triplettes de
Belleville” o “El Hombre que nunca estuvo ahí” entre mi lista de favoritas), pero
esta vez, la historia habla precisamente de ese mundo al que pretendían
homenajear: el paso del cine mudo al sonoro, proceso de tremendas consecuencias
artísticas, pero, sobre todo industriales (sobre el talkie terror, pueden leer
ustedes un excelente artículo aquí**).
Pero no creo que The Artist se escude únicamente en la
nostalgia: su humor, quizás, además de en el perro de Valentin, resida en los
manierismos escénicos constantes, inviables en un mundo post-Stanislavsky. Precisamente,
resultan hilarantes (adjetivo mucho más amble que patéticas) las “trepidantes
escenas” de las películas de aventuras de Valentin (a la manera de un amanerado
un Valentino, un Fairbanks Jr. E incluso (ya mucho más tardío), un Errol Flynn…
¿No creen?
En definitiva, no es un drama sobre la grandeza de ese mundo
anterior, ese parnaso hollywoodiense, sino la enésima demostración de que no es
oro todo lo que reluce. Justamente, todo lo contrario que hace Burton, que en una
de sus obras más personales (y, a pesar de ello, ¡comedidas!), hace una oda a
la mediocridad de este mundo tan adorado.
Bajo la excusa de la biografía de Ed Wood, que se hizo
famoso por haber sido nombrado “el peor director de la historia”, Burton nos
habla de lo peor de Hollywood, del nacimiento de la Serie B (cuyo verdadero
origen, por cierto, no menciona), simbolizado en las penurias de una singular
comparsa (que a pesar de lo increíble, fue totalmente real) y en su lucha diaria
por conseguir financiación, para filmar unas películas. ¿Por qué no es eso lo
que todo actor, director, cámara…quiere?
Ed Wood sea probablemente el antihéroe, y seguramente
antiheroica sea su acción, especialmente en su paragón contaste con su adorado
Orson Welles (¡el único que producía, dirigía y protagonizaba sus películas!);
Ed Wood es una esperpéntica historia de perdedores, precisamente encantadora
porque es real. -"¿Cómo lo consigues, Ed? ¿Cómo consigues que todos tus amigos nos bauticemos para que puedas rodar una película?"-.
Burton relata un arco de la vida de Wood, que va desde el
estreno de su primera obra hasta el rodaje de su película más conocida, “Plan 9
del Espacio Exterior”, y como he adelantado, nos habla de lo más bajo de
Hollywood: un director al que los productores obligan a rodar en una semana***,
una obra cuya mejor crítica es que el vestuario era creíble, robo ocasional de
atrezzo, un bautizo colectivo, una película sobre un transexual que se emociona
mirando escaparates (en los 50) , una antigua estrella de cine a punto de
suicidarse porque no tiene para pagar el alquiler (el famosísimo Bela Lugosi,
al que interpreta un inmejorable Martin Landau), un protagonista luchador que
apenas sabe articular frases, una estrella de la televisión que se niega a
hablar en pantalla, un “casi protagonista” fallecido con una escena rodada (que
es sustituido por un doble que no se le parece)…
El reparto es excelente, y comedido (hablar de comedido,
contenido, en la misma frase que Tim Burton, Johnny Depp, o ¡Sarah Jessica
Parker! Es prácticamente imposible), algo tremendamente necesario para que
podamos creernos una historia increíble, que por gracia o por desgracia fue real.
La estética (que no la técnica empleada, nada desmerecedora) que utiliza Burton
es muy clara, de nuevo una clara alusión a la serie B, y, como era de esperar,
en blanco y negro.
Todavía no tengo claro si Ed Wood es una comedia o un drama:
el drama de los olvidados (y en este sentido, la película conecta con las otras
dos), como Bela Lugosi, o como lo será después Vampira, o el drama de toda esta
serie de catastróficas desdichas, que sin duda son la única razón por la que
toda esta historia se hizo conocido; por otra parte, los sucesos (el robo del
pulpo, los arranques de travestismo y el fetichismo por la angora de Wood, los
estrenos en los que la gente golpea a los actores…) no pueden resultarme sino
cómicos.
Posiblemente, Ed Wood ande lejos de cualquier crítica feroz
al mundo del cine: Burton es grande por hacer que amemos a los personajes
precisamente por sus debilidades. ¿Podríamos definirla, simplemente, como
ingénua y optimista? Me gustará pensar que sí.
Ahora que ustedes, sin han visto estas tres faraónicas
(especialmente la primera) películas, conocen el mundo de Hollywood, del Alto y
del Bajo Imperio, del Antiguo y del Nuevo. ¿Con cuál se quedan? Yo no les
podría decir.
*Al respecto se ha pronunciado en numerosas ocasiones
Agustín Sánchez-Vidal, quien explicaba que como consecuencia del Código Hays,
que prohibía que se representase a dos personas en la misma cama (aunque fueran
un matrimonio, y aunque estuvieran hablando); por ello, para poder rodar
conversaciones de dormitorio, los directores recurrieron a camas separadas, una
para cada actor. Un guiño a la situación, bastante irónico, puede verse en la
película La Corte del Faraón (1985), de José Luis García Sánchez.
**La ausencia de referencias a Cantando sobre la Lluvia,
la película pionera, y definitiva, sobre el “talkie terror” es deliberada.
*** Por cierto, The Artist se rodó en un mes. Pero la
era digital es diferente.